“Desde hoy te doy poder sobre pueblos y reinos para arrancar y arrasar,
para destruir y demoler, para reedificar y plantar” (Jr 1, 10).
El obispo debe arrancar
los abusos, exterminar los vicios, plantar las virtudes, inspirar un cristiano
valor a los feligreses, y por último debe mostrarse ejemplar y modelo de todas
las virtudes. En una palabra: cuanto mayor es la dignidad tanto mayor es la
cruz, por eso se resistió a aceptar el obispado Blas, causándole lágrimas.
Aceptada la mitra para no rechazar la voluntad
de Dios y confiando en su ayuda procuró llevar la cruz de obispo con gran valor
y constancia, desempeñando fielmente todas las obligaciones que son
inseparables de un obispo: el cuidado de su fe, las ovejas y los pobres. Él
juzgaba los frutos de su obispado como la herencia de Dios, que pertenece a
Cristo y a su esposa, y creía que un pastor prudente, después de haber ofrecido
el alimento espiritual a su pueblo, debía ayudarles en sus necesidades
materiales. Nada se guardó para su propio provecho. No tuvo soberbios palacios,
ni se encontraron vasos preciosos en sus aparadores, no tenía en su habitación
camas más adornadas que los altares. ¿Y cómo le fue posible? Porque en aquellos
tiempos los obispos eran muy pobres. En aquellos siglos de persecución de la
iglesia por los paganos, ser obispo era lo mismo que ser mártir.
La vida de nuestro
santo lo confirma. Ocurrió que en tiempo de los emperadores Diocleciano y
Maximiniano, enemigos de Jesucristo, promovieron una persecución tan sangrienta
contra los cristianos que enviaron a Sebaste un gobernador tan diligente como
ellos, llamado Agrícola, quien inmediatamente publicó un bando por el que
mandaba ejecutar con las torturas más atroces a todos los cristianos que no
rechazasen a Jesucristo. Por una parte no quería abandonar la silla, quedándose
para ofrecer el pan de la doctrina y así animar a los cristianos en ese tiempo
de persecución, pensando que su ausencia provocaría se extinguiese la fe en su
obispado, según aquello de san Marcos: “heriré
al pastor y se dispersarán las ovejas” (Mc 14, 27). Por otra parte,
apoyándose en el consejo de Jesucristo a sus discípulos: “cuando os persigan en una ciudad, huid a otra” (Mt 10, 23) y
teniendo presente que era una persona pública y muy necesaria para conserar en
Sebaste las obligaciones de la religión, temiendo que su muerte terminaría con
la pobre cristiandad, decidió marcharse al desierto y allí ponerse a salvo,
para regresar a reparar los daños que sufriría la fe, algo muy verosímil en
tiempo de persecución.
¡Cuánto dolor y
tristeza tuvo Blas al verse obligado a desamparar y dejar su rebaño tan
querido, encontrándolo ya casi entre las uñas y los dientes de los lobos
rapaces, Agrícola y sus ministros!
Cuando san Pablo
abandonó a sus discípulos de Éfeso fue tal la ternura y compasión con que se
despidió, que los hizo prorrumpir en suspiros dolorosos y lágrimas abundantes:
“Entonces todos comenzaron a llorar y, echándose
al cuello de Pablo lo besaban” (Hch 20, 37). Todos lloraron, tanto san
Pablo como sus discípulos. ¿Y sabéis por qué? El mismo san Pablo lo insinúa: “Yo se que, cuando os deje, se meterán entre
vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño” (Hch 20, 29).
Quería, pues, san Blas a los feligreses de su obispado con tanta ternura como
san Pablo a los de Éfeso, porque si san Pablo era Maestro y Apóstol suyos, por
serlo de todas las gentes, también san Blas era Obispo, Padre y Pastor de todos
los fieles de Sebaste. Porque si San Pablo, debido al peligro remoto de que
después de su partida entrarían en Éfeso algunos enemigos, persiguiendo la fe
de Jesucristo, se entristecieron él y los de Éfeso, comenzando a llorar,
cuantas lágrimas cubrieron a san Blas y sus ovejas, advirtieron que dentro de
Sebaste el gobernador Agrícola y sus crueles ministros, estaban ya preparados
para eliminar la fe de Jesucristo.
¡Cuánto pesar para
nuestro santo obispo al ver a sus ovejas en las manos de los lobos, sin poder
defenderlas por estar ausente! Observad como fue de pesada la cruz de obispo
que san Blas llevó en el pecho y como ésta le acreditó ser el mejor obispo, que
es lo primero.
La segunda cruz que
tomó san Blas para seguir a Cristo, y que llevó sobre los hombros, fue una cruz
mortal, la cual le hizo el mayor mártir. Encontrándose san Blas en la cueva del
monte Argeo, sin sus amados feligreses, lloraba constantemente, como la casta
paloma sin hijos y rezaba por ellos a Dios para que estuviesen firmes en la fe.
Pero aquel Dios misericordioso que no se olvida de consolar a sus siervos,
interrumpiendo algunos sufrimientos, no se olvidó de consolar a Blas en el
desierto. Así mando que el león se arrodillase ante él; se postrase el tigre,
le visitase un lobo feroz, el tímido corzo y el ligero venado, sin dejarle
hasta que san Blas le diese su bendición. Y cuando le mostraban que tenían una
llaga o espina atravesada, les hacía la señal de la cruz y se curaban.
Privilegio que fue concedido a nuestro primer padre Adán hasta que cometió el
pecado original y que traspasó a nuestro santo por haber mantenido siempre la
rectitud inocente que recibió en el bautismo.
Contó san Vicente
Ferrer que en la hora de la comida abandonaba la cueva para esperar la ayuda de
la providencia. Después, repitiéndose uno de los milagros realizados a muchos
justos, se acercaban a ella bandadas de palomas con granos de trigo en sus
picos, tordos con aceitunas, mientras los cuervos lo cuidaron como habían
realizado con los Onofres y Pablos, llevándole trigos para su alimento y
contribuyendo todas las aves a certificar el verso de David: “tú les das comida a su tiempo” (Sal 144,
15). Tened en cuenta, dice san Vicente, que ningún obispo, ni rey tiene tantos
sirvientes en su mesa como tenía san Blas allí, en la cueva. Encontró, pues,
consuelo en la cueva, obediencia en las fieras, seguridad en los monstruos y
abundancia en los desiertos.
Pero volvamos a
Sebaste. Habiendo realizado aquel sacrílego bando contra los cristianos el
gobernador Agrícola, comenzó a buscarles con perseguirles con ansia,
descubriendo su constancia en la fe, por lo que los hacía morir a manos de los
tormentos más atroces y como ninguno de ellos, por cruel que fuese, le bastaba,
decidió saciar su odio, martirizándolos entre los colmillos y garras de las
fieras. Con este decreto ordenó a los soldados ir a los montes para que le
llevasen todas las fieras que cazasen. Asustando los montes con la ruidosa caza
de los ministros, cuando la casualidad o la providencia los condujo a la cueva
de nuestro obispo Blas. Allí lo encontraron rodeado de las indomesticables
fieras, a lass que curaba sus llagas y con las que entonaba cánticos de
alabanzas al Dios de los cristianos. Asombrados por ello fueron a contarlo a
Agrícola, quien dio orden de que tomasen más armas y soldados más valientes,
para que regresasen al monte y le llevasen a su presencia a aquel hombre de
quien le hablaban. Se trasladó al desierto la espantosa tropa e intuyendo Blas
su llegada les recibió lleno de alegría:
- “Seáis bienvenidos, les dijo, hacía días que impacientemente os
esperaba. Esta noche se me ha aparecido tres veces mi redentor y me ha dicho
que me levantase para ofrecerle el sacrificio de mi vida, y así iré en esta
hora buena, en el nombre de mi Señor Jesucristo”.
Observado con que sed
más ardiente y con que deseos más vivos deseaba nuestro santo morir por
Jesucristo, y con gusto tomó sobre sus hombros la cruz del martirio. Fue Blas a
la presencia de Agrícola, quien recibiéndole con gusto le dijo:
-“Bienvenido Blas amigo querido por mí y por nuestros dioses inmortales”.
-“Dios te guarde, oh gobernador, respondió Blas, y para que te guarde te
ruego no llames Dios a lo que son almacenes de maldad, obras hechas por mano de
hombres y escondite de los demonios en cuyas manos serán entregados quienes los
adoran”.
¿Escuchasteis que un
león que han herido con flechas amenaza el aire con sus rugidos, ruge sus
dientes, afila sus garras, encrespa la melena y moviéndose por todas partes,
amenaza destruir y matar a quien le hirió? Así se encontraba encolerizado
Agrícola y sin perder tiempo mandó lo colgasen en un árbol, lo azotasen con
cadenas de hierro e hiciesen pedazos su carne con garfios penetrantes. Se
muestra el bendito mártir cubierto todo él con la púrpura de su sangre y sin
moverse un punto en la firmeza de su fe, se enfrenta con el tirano y le habla
de esta forma:
-“Oh cruelísimo Agricola, engañador de las almas y perseguidor de la
verdadera religión, ¿piensas comprobar mi entereza con tus torturas?, ¿esperas
que cederé a la violencia de los ganchos? ¿crees que vas a verme doblar mi
rodilla ante estos ídolos escandalosos, conducido por el temor a la muerte con
que me amenazas? No conoces a los cristianos, Agrícola. Cuando aumentas las
llagas sobre las llagas nos haces más invencibles. Desengáñate en fin.
Agrícola, que mis palabras no te harán ver el salvaje gusto de adorar tus
falsas divinidades. Yo me reiré siempre de tus tormentos. Idea nuevos modos
para atormentarme, pero estate seguro que antes se rendirá tu crueldad que mis
sufrimientos”.
Ante esta actitud tan
valiente de Blas, dándose por vencido Agrícola, ordenó encarcelar al bendito
mártir en una oscurísima cárcel, para que el hambre triunfase frente a aquella
vida ante quien nada habían podido hacer los azotes y garfios.
Se encontraba nuestro santo tan herido por
los tormentos pasados, que con toda seguridad podía ser llamado con un nombre
genérico como Cristo: “el varón de
dolores” (Is 53,3), porque “sin
aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de
dolores, acostumbrado a los sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado” (Is 53, 2-3), todo él herido, desde la planta
del pie hasta la cabeza, como profetizó Isaías de Jesucristo: “de la planta del pie a la cabeza, no queda
parte ilesa, heridas y contusiones, llagas abiertas, no limpiadas ni vendadas,
ni aliviadas con aceite” (Is 1, 6).
Quiso el gobernador
probar la constancia de Blas y encontrándole tan invencible como al principio
ordenó lo arrojasen a un lago para que entre las aguas alimentase a los peces.
Hizo Blas la señal de la cruz sobre ellas y entrando con ánimo caminaba sobre
ellas como si caminase sobre un enlosado de cristal, y convirtiéndolas en
púlpito predicaba las maravillas de Dios y la verdad irrefutable de nuestra
fe.
-“Venid ciegos idólatras, decía a los ministros de la justicia, y
experimentad que si por casualidad sois tan felices, que por el bien de
vuestros dioses os paseéis alegres sobre las aguas. Entrad aquí conmigo con la
confianza depositada en vuestras falsas divinidades, que os librarán de
hundiros”.
Avergonzados los
idólatras con estos insultos, entraron en el lago sesenta y cinco hombres,
quienes como aquellos de los que habla Moisés en su cántico cayeron en la
profundidad como si fuesen plomo: “se
hundieron como plomo en las aguas formidables” (Ex 15, 10b).
Observando este triunfo
del divino poder estaba nuestro santo cuando escuchó la voz del ángel que le
dijo: “me está reservada la corona de la
justicia, que el Señor, juez justo me dará en aquel día” (2 Tim 4, 8).
Salió Blas de la laguna
e inmediatamente fue degollado, tal como había mandado el gobernador por
sentencia firme. Quedando con este convencido de la paciencia y fortaleza con
la que Blas llevó sobre sus hombros la cruz de la persecución que le acreditó
como un gran mártir, que es lo segundo.
Estas son, señores, las
glorias de vuestro Patrón San Blas. Es imposible contar todos los bienes
temporales y espirituales con los que se ha llenado todo el mundo. La asistencia
amorosa hacia quienes padecen enfermedades de garganta ha sido tan apreciada y
conocido por el mundo que un médico antiguo llamado Aecio de Amina (s.V) anotó
que entre los remedios contra las enfermedades de garganta el más importante
fue que se dijese a la espina atravesada estas palabras: “Blasius martyr, et servus Christi dicit: aut ascende, aut descende”,
“San Blas mártir y Siervo de Cristo dice,
que subas o que bajes”. Celebran pues los romanos a su mentirosa divinidad
Anguerona, la que creíam había curado de cierta enfermedad de garganta a quien
llamaban esquinencia o angina. Así los hijos de Montaverner reconocen a san
Blas como protector de sus gargantas, cuando se encontró en la constelación de
garrotillos.
Animaos oh gallardos
jóvenes a festejar a Nuestro Señor, vosotros jóvenes de esta Villa, debéis la
vida a san Blas, porque si este milagroso Santo no hubiese realizado el milagro
que hizo con vuestros padres o abuelos, no estaríais en el mundo. Por esto de
alguna manera podéis llamaros hijos de san Blas, porque le debéis la vida. Si
sois pues hijos de Abraham imitad sus obras. Si sois hijos de san Blas igualad
vuestras acciones con las suyas. Y tú pueblo de Montaverner enorgullécete de
tener en san Blas al protector más favorable. Desde que san Blas asumió el
patrocinio de Montaverner, en este pueblo como en la tierra de Gosen, donde no
llegó la tempestad: “solo en la región de
Gosén, donde habitaban los hijos de Israel, no hubo granizo” (Ex 9, 26)
Blas os protege cada día los árboles, los sembrados, los edificios y los frutos
de vuestra tierra. Blas preservó las vidas de los nacidos, y de los que iban a
nacer, y Blas finalmente es un procurador general que tienen los hijos de
Montaverner para obtener la gracia.
Fin.
Nota: esta fiesta la celebran
los mozos.
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