sábado, 4 de febrero de 2017

Sermón de San Blas. Continuación.


Desde hoy te doy poder sobre pueblos y reinos para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para reedificar y plantar” (Jr 1, 10).

El obispo debe arrancar los abusos, exterminar los vicios, plantar las virtudes, inspirar un cristiano valor a los feligreses, y por último debe mostrarse ejemplar y modelo de todas las virtudes. En una palabra: cuanto mayor es la dignidad tanto mayor es la cruz, por eso se resistió a aceptar el obispado Blas,  causándole lágrimas.

 Aceptada la mitra para no rechazar la voluntad de Dios y confiando en su ayuda procuró llevar la cruz de obispo con gran valor y constancia, desempeñando fielmente todas las obligaciones que son inseparables de un obispo: el cuidado de su fe, las ovejas y los pobres. Él juzgaba los frutos de su obispado como la herencia de Dios, que pertenece a Cristo y a su esposa, y creía que un pastor prudente, después de haber ofrecido el alimento espiritual a su pueblo, debía ayudarles en sus necesidades materiales. Nada se guardó para su propio provecho. No tuvo soberbios palacios, ni se encontraron vasos preciosos en sus aparadores, no tenía en su habitación camas más adornadas que los altares. ¿Y cómo le fue posible? Porque en aquellos tiempos los obispos eran muy pobres. En aquellos siglos de persecución de la iglesia por los paganos, ser obispo era lo mismo que ser mártir.

La vida de nuestro santo lo confirma. Ocurrió que en tiempo de los emperadores Diocleciano y Maximiniano, enemigos de Jesucristo, promovieron una persecución tan sangrienta contra los cristianos que enviaron a Sebaste un gobernador tan diligente como ellos, llamado Agrícola, quien inmediatamente publicó un bando por el que mandaba ejecutar con las torturas más atroces a todos los cristianos que no rechazasen a Jesucristo. Por una parte no quería abandonar la silla, quedándose para ofrecer el pan de la doctrina y así animar a los cristianos en ese tiempo de persecución, pensando que su ausencia provocaría se extinguiese la fe en su obispado, según aquello de san Marcos: “heriré al pastor y se dispersarán las ovejas” (Mc 14, 27). Por otra parte, apoyándose en el consejo de Jesucristo a sus discípulos: “cuando os persigan en una ciudad, huid a otra” (Mt 10, 23) y teniendo presente que era una persona pública y muy necesaria para conserar en Sebaste las obligaciones de la religión, temiendo que su muerte terminaría con la pobre cristiandad, decidió marcharse al desierto y allí ponerse a salvo, para regresar a reparar los daños que sufriría la fe, algo muy verosímil en tiempo de persecución.

¡Cuánto dolor y tristeza tuvo Blas al verse obligado a desamparar y dejar su rebaño tan querido, encontrándolo ya casi entre las uñas y los dientes de los lobos rapaces, Agrícola y sus ministros!

Cuando san Pablo abandonó a sus discípulos de Éfeso fue tal la ternura y compasión con que se despidió, que los hizo prorrumpir en suspiros dolorosos y lágrimas abundantes: “Entonces todos comenzaron a llorar y, echándose al cuello de Pablo lo besaban” (Hch 20, 37). Todos lloraron, tanto san Pablo como sus discípulos. ¿Y sabéis por qué? El mismo san Pablo lo insinúa: “Yo se que, cuando os deje, se meterán entre vosotros lobos feroces, que no tendrán piedad del rebaño” (Hch 20, 29). Quería, pues, san Blas a los feligreses de su obispado con tanta ternura como san Pablo a los de Éfeso, porque si san Pablo era Maestro y Apóstol suyos, por serlo de todas las gentes, también san Blas era Obispo, Padre y Pastor de todos los fieles de Sebaste. Porque si San Pablo, debido al peligro remoto de que después de su partida entrarían en Éfeso algunos enemigos, persiguiendo la fe de Jesucristo, se entristecieron él y los de Éfeso, comenzando a llorar, cuantas lágrimas cubrieron a san Blas y sus ovejas, advirtieron que dentro de Sebaste el gobernador Agrícola y sus crueles ministros, estaban ya preparados para eliminar la fe de Jesucristo.

¡Cuánto pesar para nuestro santo obispo al ver a sus ovejas en las manos de los lobos, sin poder defenderlas por estar ausente! Observad como fue de pesada la cruz de obispo que san Blas llevó en el pecho y como ésta le acreditó ser el mejor obispo, que es lo primero.

La segunda cruz que tomó san Blas para seguir a Cristo, y que llevó sobre los hombros, fue una cruz mortal, la cual le hizo el mayor mártir. Encontrándose san Blas en la cueva del monte Argeo, sin sus amados feligreses, lloraba constantemente, como la casta paloma sin hijos y rezaba por ellos a Dios para que estuviesen firmes en la fe. Pero aquel Dios misericordioso que no se olvida de consolar a sus siervos, interrumpiendo algunos sufrimientos, no se olvidó de consolar a Blas en el desierto. Así mando que el león se arrodillase ante él; se postrase el tigre, le visitase un lobo feroz, el tímido corzo y el ligero venado, sin dejarle hasta que san Blas le diese su bendición. Y cuando le mostraban que tenían una llaga o espina atravesada, les hacía la señal de la cruz y se curaban. Privilegio que fue concedido a nuestro primer padre Adán hasta que cometió el pecado original y que traspasó a nuestro santo por haber mantenido siempre la rectitud inocente que recibió en el bautismo.

Contó san Vicente Ferrer que en la hora de la comida abandonaba la cueva para esperar la ayuda de la providencia. Después, repitiéndose uno de los milagros realizados a muchos justos, se acercaban a ella bandadas de palomas con granos de trigo en sus picos, tordos con aceitunas, mientras los cuervos lo cuidaron como habían realizado con los Onofres y Pablos, llevándole trigos para su alimento y contribuyendo todas las aves a certificar el verso de David: “tú les das comida a su tiempo” (Sal 144, 15). Tened en cuenta, dice san Vicente, que ningún obispo, ni rey tiene tantos sirvientes en su mesa como tenía san Blas allí, en la cueva. Encontró, pues, consuelo en la cueva, obediencia en las fieras, seguridad en los monstruos y abundancia en los desiertos.

Pero volvamos a Sebaste. Habiendo realizado aquel sacrílego bando contra los cristianos el gobernador Agrícola, comenzó a buscarles con perseguirles con ansia, descubriendo su constancia en la fe, por lo que los hacía morir a manos de los tormentos más atroces y como ninguno de ellos, por cruel que fuese, le bastaba, decidió saciar su odio, martirizándolos entre los colmillos y garras de las fieras. Con este decreto ordenó a los soldados ir a los montes para que le llevasen todas las fieras que cazasen. Asustando los montes con la ruidosa caza de los ministros, cuando la casualidad o la providencia los condujo a la cueva de nuestro obispo Blas. Allí lo encontraron rodeado de las indomesticables fieras, a lass que curaba sus llagas y con las que entonaba cánticos de alabanzas al Dios de los cristianos. Asombrados por ello fueron a contarlo a Agrícola, quien dio orden de que tomasen más armas y soldados más valientes, para que regresasen al monte y le llevasen a su presencia a aquel hombre de quien le hablaban. Se trasladó al desierto la espantosa tropa e intuyendo Blas su llegada les recibió lleno de alegría:

- “Seáis bienvenidos, les dijo, hacía días que impacientemente os esperaba. Esta noche se me ha aparecido tres veces mi redentor y me ha dicho que me levantase para ofrecerle el sacrificio de mi vida, y así iré en esta hora buena, en el nombre de mi Señor Jesucristo”.

Observado con que sed más ardiente y con que deseos más vivos deseaba nuestro santo morir por Jesucristo, y con gusto tomó sobre sus hombros la cruz del martirio. Fue Blas a la presencia de Agrícola, quien recibiéndole con gusto le dijo:

-“Bienvenido Blas amigo querido por mí y por nuestros dioses inmortales”.

-“Dios te guarde, oh gobernador, respondió Blas, y para que te guarde te ruego no llames Dios a lo que son almacenes de maldad, obras hechas por mano de hombres y escondite de los demonios en cuyas manos serán entregados quienes los adoran”.

¿Escuchasteis que un león que han herido con flechas amenaza el aire con sus rugidos, ruge sus dientes, afila sus garras, encrespa la melena y moviéndose por todas partes, amenaza destruir y matar a quien le hirió? Así se encontraba encolerizado Agrícola y sin perder tiempo mandó lo colgasen en un árbol, lo azotasen con cadenas de hierro e hiciesen pedazos su carne con garfios penetrantes. Se muestra el bendito mártir cubierto todo él con la púrpura de su sangre y sin moverse un punto en la firmeza de su fe, se enfrenta con el tirano y le habla de esta forma:

-“Oh cruelísimo Agricola, engañador de las almas y perseguidor de la verdadera religión, ¿piensas comprobar mi entereza con tus torturas?, ¿esperas que cederé a la violencia de los ganchos? ¿crees que vas a verme doblar mi rodilla ante estos ídolos escandalosos, conducido por el temor a la muerte con que me amenazas? No conoces a los cristianos, Agrícola. Cuando aumentas las llagas sobre las llagas nos haces más invencibles. Desengáñate en fin. Agrícola, que mis palabras no te harán ver el salvaje gusto de adorar tus falsas divinidades. Yo me reiré siempre de tus tormentos. Idea nuevos modos para atormentarme, pero estate seguro que antes se rendirá tu crueldad que mis sufrimientos”.

Ante esta actitud tan valiente de Blas, dándose por vencido Agrícola, ordenó encarcelar al bendito mártir en una oscurísima cárcel, para que el hambre triunfase frente a aquella vida ante quien nada habían podido hacer los azotes y garfios.

  Se encontraba nuestro santo tan herido por los tormentos pasados, que con toda seguridad podía ser llamado con un nombre genérico como Cristo: “el varón de dolores” (Is 53,3), porque “sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a los sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado” (Is 53, 2-3), todo él herido, desde la planta del pie hasta la cabeza, como profetizó Isaías de Jesucristo: “de la planta del pie a la cabeza, no queda parte ilesa, heridas y contusiones, llagas abiertas, no limpiadas ni vendadas, ni aliviadas con aceite” (Is 1, 6).

Quiso el gobernador probar la constancia de Blas y encontrándole tan invencible como al principio ordenó lo arrojasen a un lago para que entre las aguas alimentase a los peces. Hizo Blas la señal de la cruz sobre ellas y entrando con ánimo caminaba sobre ellas como si caminase sobre un enlosado de cristal, y convirtiéndolas en púlpito predicaba las maravillas de Dios y la verdad irrefutable de nuestra fe. 

-“Venid ciegos idólatras, decía a los ministros de la justicia, y experimentad que si por casualidad sois tan felices, que por el bien de vuestros dioses os paseéis alegres sobre las aguas. Entrad aquí conmigo con la confianza depositada en vuestras falsas divinidades, que os librarán de hundiros”.

Avergonzados los idólatras con estos insultos, entraron en el lago sesenta y cinco hombres, quienes como aquellos de los que habla Moisés en su cántico cayeron en la profundidad como si fuesen plomo: “se hundieron como plomo en las aguas formidables” (Ex 15, 10b).

Observando este triunfo del divino poder estaba nuestro santo cuando escuchó la voz del ángel que le dijo: “me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo me dará en aquel día” (2 Tim 4, 8).

Salió Blas de la laguna e inmediatamente fue degollado, tal como había mandado el gobernador por sentencia firme. Quedando con este convencido de la paciencia y fortaleza con la que Blas llevó sobre sus hombros la cruz de la persecución que le acreditó como un gran mártir, que es lo segundo.

Estas son, señores, las glorias de vuestro Patrón San Blas. Es imposible contar todos los bienes temporales y espirituales con los que se ha llenado todo el mundo. La asistencia amorosa hacia quienes padecen enfermedades de garganta ha sido tan apreciada y conocido por el mundo que un médico antiguo llamado Aecio de Amina (s.V) anotó que entre los remedios contra las enfermedades de garganta el más importante fue que se dijese a la espina atravesada estas palabras: “Blasius martyr, et servus Christi dicit: aut ascende, aut descende”, “San Blas mártir y Siervo de Cristo dice, que subas o que bajes”. Celebran pues los romanos a su mentirosa divinidad Anguerona, la que creíam había curado de cierta enfermedad de garganta a quien llamaban esquinencia o angina. Así los hijos de Montaverner reconocen a san Blas como protector de sus gargantas, cuando se encontró en la constelación de garrotillos.

Animaos oh gallardos jóvenes a festejar a Nuestro Señor, vosotros jóvenes de esta Villa, debéis la vida a san Blas, porque si este milagroso Santo no hubiese realizado el milagro que hizo con vuestros padres o abuelos, no estaríais en el mundo. Por esto de alguna manera podéis llamaros hijos de san Blas, porque le debéis la vida. Si sois pues hijos de Abraham imitad sus obras. Si sois hijos de san Blas igualad vuestras acciones con las suyas. Y tú pueblo de Montaverner enorgullécete de tener en san Blas al protector más favorable. Desde que san Blas asumió el patrocinio de Montaverner, en este pueblo como en la tierra de Gosen, donde no llegó la tempestad: “solo en la región de Gosén, donde habitaban los hijos de Israel, no hubo granizo” (Ex 9, 26) Blas os protege cada día los árboles, los sembrados, los edificios y los frutos de vuestra tierra. Blas preservó las vidas de los nacidos, y de los que iban a nacer, y Blas finalmente es un procurador general que tienen los hijos de Montaverner para obtener la gracia.

Fin. 

Nota: esta fiesta la celebran los mozos.

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